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Educar la libertad humana

Cuando hablamos de educación, sea cual sea la postura filosófica que se adopte, debe reconocerse que se está hablando de una actividad que tiene como finalidad la mejora de la persona humana. La actividad educativa debe entenderse siempre como una actividad encaminada a hacer que la persona que nos ha sido confiada, que nos ha sido encomendada, llegue a ser más y mejor persona, que alcance ese Bien y esa Felicidad a la que se encuentra naturalmente inclinada. Quienes mejor ven y aprecian esta verdad son las madres que anhelan con todas las fuerzas de su corazón ver a sus hijos felices. Esa es su mayor pretensión cuando emprenden la obra educativa. 

De esta concepción de la educación que se arraiga en el más profundo sentido común humano se sigue, con total claridad, que no podemos reducirla ni limitarla a una mera adquisición de informaciones y enseñanzas útiles para la vida que hagan del educando una persona instruida, culta, preparada, técnicamente competente para enfrentar las tareas y los desafíos del nuevo siglo. Ciertamente que es importante que tenga una adecuada preparación intelectual y técnica, pero no consiste en eso la esencia de la educación. Si lo que se quiere es educar a los hijos, no se puede reducir la acción formativa a brindarles medios que le permitan adquirir ventajas sociales, económicas o bienestar material. Educar es mucho más que enseñar determinadas cosas para que se “ganen la vida”, sin perjuicio de lo útil que pueda llegar a ser.

Chesterton nos advertía del peligro de reducir la educación a mera capacitación cuando decía, con su particular ironía: “Sé que hay animales que entrenan a sus crías con trucos especiales, como los gatos enseñan a los pequeños gatos a cazar ratones. Pero es una educación muy limitada y más bien rudimentaria. Es lo que los industriales millonarios llaman educación para los negocios o para la administración de empresas; es decir, no es de ninguna manera educación”. En efecto, no es eso educar. Educar es, como apuntábamos al comienzo, llevar a la persona a su plenitud y realización en cuanto persona; es comprometerse a fondo en el crecimiento hondo, profundo, del educando en tanto que es un ser personal. En síntesis, y utilizando las palabras del papa Juan Pablo II: Educar es “hacer a la persona más y mejor persona”.   

La pregunta que surge inevitablemente entonces es ¿en qué consiste esa plenitud humana hacia la cual la persona está ordenada? La Constitución Pastoral Gaudium et Spes nos dice al respecto: “El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”. Sólo en la medida en que somos capaces de donarnos, de entregarnos, por amor y con amor a otro ser personal (primeramente a Dios y a otra persona humana, secundariamente), nos realizamos como personas. 

Víctor Frankl, judío, psiquiatra y neurólogo austríaco, se expresa en términos semejantes: “Nos sale aquí al paso un fenómeno humano que yo considero fundamental desde el punto de vista antropológico: la autotrascendencia de la existencia humana. Quiero describir con esta expresión el hecho de que en todo momento el ser humano apunta, por encima de sí mismo, hacia algo que no es él mismo, hacia algo o hacia un sentido que hay que cumplir, o hacia otro ser humano, a cuyo encuentro vamos con amor. En el servicio a una causa o en el amor a una persona, se realiza el hombre a sí mismo. Cuanto más sale al encuentro de su tarea, cuanto más se entrega a su compañero, tanto más es él mismo hombre y tanto más es sí mismo. Así pues, propiamente hablando sólo puede realizarse a sí mismo en la medida en que se olvida de sí mismo, en que se pasa por alto a sí mismo”. Somos felices en la medida en que libremente nos damos. Cuando más vivimos para nosotros, menos nos realizamos y menos felices somos, por mucho que la pasemos estupendamente bien. 

Nuestra actividad educativa, por tanto, debe ir en la línea de permitir esa donación, de permitir que el educando se trascienda a sí mismo, busque salir del amor propio y se aventure a amar en plenitud, pero que lo haga no como coaccionado por los educadores, no como obligado por quien lo conduce a ser mejor, sino que la educación (y en esto radica su dificultad) debe disponer al educando para que libremente se decida por lo bueno y mejor, para que libre y voluntariamente se decida a vivir para los demás. En este sentido, el educador no es el que hace feliz, sino el que mediante la formación en las virtudes humanas, dispone al educando a que libremente se ordene a la felicidad. 

Ahora bien, no se puede propiamente donarse a los demás, si no se es plenamente libre. Sólo en la medida en que se es libre, puede el hombre entregarse por amor a los demás, y por tanto, ser más persona. Porque de lo contrario se obraría de manera determinada, necesaria y no habría propiamente donación. Sería amar como ama el pingüinito a la pingüinita, esto es, necesariamente. El pingüinito no puede decirle que no, está determinado a amarla. 

La persona humana, en cambio, se mueve libremente hacia lo amado, de tal manera que ama, que se entrega, que se compromete, si quiere. De lo que se sigue que hacer a la persona más persona, es hacerla más libre, hacer a la persona más persona es educarla para la libertad. Y en este sentido hay que amar profundamente la libertad de nuestros hijos. Sí, hay que desear y promover la libertad de nuestros hijos, tanto niños, como adolescentes, como jóvenes. Pero, claro, afirmar eso supone correr el riesgo de entender impropiamente lo que eso significa, de manera que bien vale aclarar qué se entiende por libertad. 

Ser libre significa, en primer lugar: no estar determinado, sino que autodeterminarse a actuar. Los seres irracionales, lo seres no personales, realizan sus actos absolutamente determinados por su naturaleza específica. Ellos sí que están completamente determinados. No hay ovejas que desafíen al lobo, ni leones que se apiaden frente a las cebras. Ellos  realizan sus operaciones siguiendo la determinación de la especie, obran desde su especie, lo que hace uno, lo hacen los demás, porque no obran desde su individualidad, sino desde su especie. La persona humana, por su racionalidad, no obra desde su especie, sino desde su individualidad. Ella decide poner un acto en la existencia o no; es ella la que decidirá qué hacer en cada momento. El hombre puede elegir, los animales no. Esta autodeterminación, esta capacidad de elegir, por la que actuamos o no actuamos, hacemos una cosa u otra es la raíz y el fundamento de la libertad humana. Sin embargo, no es, ni puede ser toda la libertad. La elección es un momento de la libertad pero no es lo esencial a ella.

En tanto que la persona humana está ordenada a su realización, lo esencial de la  libertad para que sea propiamente humana será su ordenación a dicha perfección. La libertad es un medio, no un fin, por lo que el hombre dispone de la libertad para ordenarse por sí mismo a su felicidad y no a su desgracia. De este modo, la libertad supone elegir lo bueno; moderar las apetencias sensibles, de tal modo que el hombre sea capaz de obrar en la línea de su realización personal; tender a bienes verdaderamente humanos y no dejarse llevar por falsos placeres egoístas. La libertad personal es, por tanto, señorío sobre uno mismo y sobre sus propios actos. No como simple posibilidad de optar o elegir entre unas cuantas cosas más o menos interesantes, sino como la capacidad de decidir por uno mismo, en cada momento, aquello a lo que por naturaleza está uno ordenado a ser: una persona plena, realizada, feliz; más propiamente, según lo que venimos diciendo: una persona capaz de amar y ser amada en plenitud. 

Educar para la libertad significa entonces, formar jóvenes que sean verdaderamente dueños de sí mismos, jóvenes empeñados en lograr su propia perfección y no su ruina, jóvenes que sin coacciones, desde sí mismos, se muevan hacia lo bueno, jóvenes capaces de decirle “no” a aquellas cosas que no les perfeccionan, pero, que a la vez tengan la alegría y la vitalidad de decirle “sí” a las cosas que los engrandecen. Dicho más simplemente, educar para la libertad, no es otra cosa sino educar para el amor, para el amor de aquello que es digno de ser amado; formar a los jóvenes para que sean capaces de amar bien, de amar más unas cosas que otras y así lograr su realización.

La actual mentalidad relativista, al desconfiar de la capacidad de la inteligencia humana para conocer lo verdadero, se ve obligada en el orden de la realización humana a no establecer diferencias entre los bienes existentes, dejando a los mismos jóvenes la determinación de lo que ellos mismos consideran bueno. Si todos los bienes son del mismo valor, será igualmente bueno ayudar a los pobres como drogarse; sacrificarse por la familia, que ir de fiesta; etc. El educando, precisamente porque es educando, exige una palabra orientadora de la existencia que le permita apreciar la mayor bondad de unas opciones sobre otras. Son los educandos mismos los que esperan que aquellos que los aman les digan qué vale la pena elegir o qué vale la pena amar. Faltando esa palabra, se instalará un profundo vacío en sus almas que intentarán llenar con placeres o diversiones incapaces de satisfacer su anhelo de felicidad. De allí la especial responsabilidad de los padres y educadores en el ejercicio de la actividad educativa. 

Por eso cuando hablamos de educar para la libertad, cuando decimos que hay que amar la libertad del adolescente, de ninguna manera estamos pretendiendo que haya que favorecer y promover una independencia frente a la autoridad o a las normas, no estamos diciendo que haya que promover la irresponsabilidad del adolescente o permitir que haga lo que quiera hacer, cuando quiera y con quien quiera. 

Lo que estamos significando cuando decimos que es preciso educar para la libertad, es que nuestra actividad educativa debe encaminarse a posibilitar al adolescente a amar en plenitud, a ser verdaderamente suyo, de tal modo que pueda entregarse a los demás por amor. Eso es lo que debemos anhelar: educar para el amor y para la libertad, no para la frustración y la esclavitud de las pasiones. Sobre cómo llevar a cabo esta maravillosa tarea hablaremos en una próxima oportunidad. 

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